A la vez que recorría el territorio en busca del alma de los nativos (en el fondo tras la desconocida suya propia), aprovechaba cualquier oportunidad para indagar más profundo en el tiempo. Así, por ejemplo, solía registrar todos los roquedos que topara, por si atesoraban pinturas rupestres. A otros les daba por afeitar bombillas.
Una mañana las vió de lejos, lenguas rojas lamiendo el encinar, y recaló en ellas, en Los Cinchos, sugestivo farallón de arenisca carbonífera. No encontró arte parietal de ningún tipo, como no fuera el cincelado por la naturaleza, pero sí una cueva con indicios de haber sido habitada recientemente. El hogar del último troglodita. Sintió afecto por aquel espécimen prehistórico, quizás porque al igual que él portaba en los genes la misma índole asilvestrada.
Sibuto, junto a Feliciano e Isabel, eran criados de la tía María, la cual solía reclutar por caridad a gente digamos pintoresca. Cada tarde después de los quehaceres, podía verse al trío desplegando al unísono un ritual de difícil clasificación. Sincronizados, uno trazaba cruces en el aire al tiempo que rezaba, otro bailaba agarrado a la guillada de las vacas, la tercera espantaba a escobazos imaginarias moscas.
Mientras Sibuto lavaba un tonel de vino, por accidente echó a rodar, aplastándole, dejándolo inútil crónico. Tía María consideró el percance poco ventajoso para la buena marcha del negocio, y lo botó, sustituyéndolo por un portugués que viajaba en bicicleta con un perrillo. Fue acogido entonces por la abuela Felicitas, fervorosa cristiana de misa diaria. Ayudaba cuanto podía, sin embargo el ambiente degeneró, vio insoportable la convivencia con los numerosos pupilos que llegaban atraidos por las minas de carbón. Cada vez paraba con más frecuencia a meditar, a pinterle cruces al horizonate. En el buen o mal minuto en que a los mortales nos ordena el destino escoger un desvío de la encrucijada, Sibuto caló la boina y se echó al monte. Regresaba temprano a la hacienda de su abuela, le atendía el ganado, la huerta, los recados, pero llegado el oscurecido indefectiblemente tomaba el hatillo y la senda del Sillar hacia la guarida. Así estuvo quince años.
No hacía distingos en el calendario, iba en enero como en agosto. Incluso en invierno andaba descalzo. Aún con nieve, hollaba descalzo los cerros. De estatura pequeña, gastaba barbas rizosas que le llegaban hasta el ombligo. Si le preguntabas algo, respondía farfullando entre dientes, como queriendo masticarte la mala leche. Evitaba el trato si faltaba confianza; habiéndola, conversaba como cualquier persona. Muy amigo de Saturno, el herrero. Presto le llevaba a reparar cadenas rotas, rayos torcidos, tenazas gripadas. Y empedernido fumador: al quedar tullido, encargaba a los conocidos le liaran la picadura. Fue un fenómeno pescando, aguantaba más que nadie bajo las aguas del Sil. A menudo lo daban por ahogado, hasta que salía con una trucha en cada mano más otra en la boca. En opinión de Saturno, pilló las excentricidades en aquellas eternas zambullidas, de tanto privarle de ventilación al cerebro.
Cuando las dolencias empeoraron, hasta el punto de resultarle imposible su régimen de libre albedrío, por tercera vez lo asistió la caridad, arreglándole papeles para internarlo en un asilo. Donde comienza la llanura castellana, ascética e inclemente, en la próspera querencia de soldados, frailes y putas, que todo viene a ser lo mismo, acabó sus últimos días. Sobre mullido colchón, arropado entre mantas, comido de caliente, pero siempre asomado a la ventana. Nunca dejó de dibujar cruces en el aire de las lejanísimas montañas.
Sonrosados amaneceres desde la solana de Los Cinchos, la vecindad de los robles milenarios de Cornoencina. La ansiada soledad, el inexcrutable mundo interior, el paraíso perdido de la cueva. Quién sabe.
Toreno, diciembre de 1988
CASIMIRO MARTINFERRE
Publicado el domingo, 4 de enero de 2015 en LA NUEVA CRÓNICA